“Vaya casa, trabajo, vacaciones, coche, enanito del jardín … tiene mi colega del curro, mientras que yo…”
“Ojalá fuera tan capaz como la mayoría de la gente…”
“Tendrías que parecerte más a (pongan aquí ustedes lo que proceda) tu hermana, tu tío, tu prima segunda…”
“Cuando yo tenía tu edad…”
Compararnos y comparar a los demás, un mal endémico en nuestra sociedad.
Da igual que no funcionen, da igual que las consecuencias sean tremendamente dañinas, no dejamos de utilizarlas. Ya en 1954 Leon Festinger enunció la llamada teoría de la comparación social, en la que recogía cómo los seres humanos tendemos a hacer una autoevaluación rigurosa de nosotros mismos a partir de la comparación con los demás.
Es como si nos resultara inevitable examinar y confrontar cómo viven, cómo funcionan, cómo visten, cómo son otras personas. Ahí tenemos, además, la publicidad, las redes sociales, determinadas revistas o populares programas de televisión para reforzar y mantener esta poco constructiva costumbre.
Las comparaciones comienzan ya desde nuestra más tierna infancia, propiciándose rivalidades por ver quién corre más, por ver quién es más valiente, más inteligente o más fuerte. Crecemos en una sociedad competitiva en la que no valemos por lo que somos, sino en relación a otros. Así, cuando comparamos o nos comparan no suele ser para destacar lo que nos hace personas únicas y especiales, sino para señalar aquello de lo que carecemos o que no es como “debería ser”. La insatisfacción, la frustración, la ansiedad, la autocompasión y el victimismo aparecerán a la vuelta de la esquina. En realidad, ni sirven para crear identidades personales sólidas ni sirven para crear colectividades cohesionadas y fuertes.
En una de sus investigaciones, Sonja Lyubomirsky analizó lo que les ocurría a las personas que se comparaban con otras mientras realizaban una prueba, frente a las que se centraban solamente en su tarea. Adivinen quiénes lograron mejores resultados y, lo que es aún más importante, quiénes tenían mayores índices de autoconfianza y de equilibrio emocional.
Hay quienes hablan de comparaciones ascendentes, cuando nos comparamos con quienes consideramos mejores que nosotros y comparaciones descendentes, cuando lo hacemos con quienes consideramos peores. En el primer caso nuestra autoestima saldría perdiendo, pudiendo darse, incluso, un verdadero complejo de inferioridad, totalmente injustificado ya que, en realidad, con lo que nos estaríamos comparando no sería con realidades, sino con esas “fachadas” que se suelen mostrar al exterior; en el segundo caso, parece ser que alguna gente se sentiría mejor, generando en este caso un cierto complejo de superioridad, lo que constituiría otro mayúsculo error, pues resulta bien triste querer fortalecer nuestra identidad a costa de percibirnos mejor que otras personas.
Quizá solo haya una comparación que se salve de la quema, la que resulta, bien del inconformismo, bien de una admiración positiva hacia alguien, y nos sirve simplemente de guía para ciertos aspectos que deseamos aprender, mejorar o cambiar, respetando y reconociendo en todo momento que hay multitud de formas de pensar, de sentir, de actuar, de vivir… y que nadie es más ni menos que nadie.
“Compararse con los demás nos envuelve en la telaraña de la insatisfacción, alejándonos de nuestra esencia e impidiéndonos ser personas auténticas”. Tendremos que elegir: o seguimos con las odiosas comparaciones o “qué va, qué va, qué va, leemos más a Kierkegaard”. Ahí lo dejo…
Deja una respuesta