Puede que te cueste creer los elogios que te hacen o los reconocimientos que te dan.
Puede que salgas de un examen con la convicción de haber fallado, llevándote después una sorpresa por haber tenido un buen resultado.
Puede que, con frecuencia, pidas a otra persona que se encargue de una tarea, por miedo a hacerlo mal.
Puede que decidas no promocionar en el trabajo para que nadie se dé cuenta de que, realmente, no eres tan capaz.
Puede que percibas los logros de los demás como muestra de su valía y, sin embargo, achaques los tuyos a la suerte o a la pura casualidad.
Quizá formes parte entonces de ese 70 por ciento de personas que pueden llegar a sentirse impostoras en lo que hacen. Aunque tengan realmente la inteligencia, los conocimientos, la experiencia o el talento necesarios.
Las psicólogas Pauline Rose Clance Y Suzanne Ament Imes, de la Universidad Estatal de Georgia, fueron las primeras que hablaron de esta circunstancia en un artículo de 1978. Lo definieron como un fenómeno psicológico caracterizado por una distorsionada atribución causal de los logros y un miedo persistente a la etiqueta de “fraude”. En ese artículo, Clance e Imes, mostraban las conclusiones de su investigación acerca de cómo mujeres de gran éxito académico y profesional percibían que no eran tan brillantes o estaban convencidas de que solo habían tenido suerte.
Es como una especie de autosabotaje que distorsiona de forma cruel e implacable tus valoraciones y tus objetivos, fabricando una expectativa muy baja de logro, de que no vas a estar a la altura o de que no vas a cumplir las expectativas de los demás, desatando, además, de forma automática, la ansiedad, la inseguridad y las conductas evitativas.
Eso sí, lo de llamarlo síndrome quizá no sea muy acertado, ya que puede inducir la idea de que este fenómeno supone una anomalía, un trastorno y en absoluto es así. Se trata sencillamente de una conducta fruto de diversas variables como tu historia de aprendizaje, tu seguramente elevada autoexigencia, los factores de socialización o la competitividad que todo lo impregna.
No vendría mal que, por ejemplo, en vez de focalizar solo en tus logros, pudieras intentar prestar más atención al esfuerzo que llevas a cabo, para que, si un día no te sale bien algo, sepas lo que te has esforzado y que eso es lo que de verdad importa.
No vendría nada mal que nos comparáramos todos menos.
Fíjate que hasta el gran Ennio Morricone era incapaz de juzgar adecuadamente sus propias composiciones, todo le parecía “basura”, por lo que tomó la (sabia) decisión de contar con la ayuda de su mujer, Maria Travia, que no era música, pero disponía de un enorme sentido común para poder determinar la belleza de sus creaciones.
Resulta paradójico que gente de tantísima valía, se cuestione irracionalmente a sí misma y otros, sin embargo, hagan justo lo contrario. Es lo que se conoce como efecto Dunning-Kruger o sesgo de superioridad ilusoria, que explica cómo la ignorancia proporciona, frecuentemente, más autoconfianza que el conocimiento. Es lo que ahora se denomina “ser un cuñado”, especie humana que de todo sabe y nunca duda de nada.
Cuando lo natural es tener dudas…
Y, aun así, cuidar la autoconfianza.

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