¿Les ha ocurrido en alguna ocasión, tras estar con un familiar, una amistad o alguien del trabajo, que, sin saber el motivo, se han quedado ustedes con un regusto amargo, con un cierto sentimiento de culpabilidad mezclado con altas dosis de frustración?
Incluso puede que hayamos sido nosotros quienes hayamos provocado esas sensaciones en otras personas…
Tener un comportamiento pasivo-agresivo de forma esporádica puede ocurrirnos a cualquiera. No somos máquinas, con lo que no podemos pedirnos tener siempre a mano las respuestas asertivas más eficaces y adecuadas. El problema viene cuando se integra y se normaliza en nuestro repertorio de conductas. Ahí puede convertirse en un problema grave, tanto para quien lo utilice como para quienes lo padezcan.
Está relacionado con no haber aprendido a gestionar adecuadamente las emociones de disgusto o de enfado, lo que impide abordar de forma honesta lo que se siente, desea o necesita. Y, al final, por una especie de alquimia psicológica, al ir reprimiendo estas emociones, se va generando una hostilidad encubierta, una mezcla de ira, resquemor y resentimiento.
Algunos ejemplos de este tipo de comportamientos serían:
- Chantajes emocionales (“No esperaba eso de ti…”, “Déjalo, no importa…”)
- Comparaciones descalificadoras (“Mira Fulanito, qué bien se porta con sus padres…”
- Posturas victimistas (“Vas a hacer que me siente mal la comida…”, “Pásalo bien, ya me quedo yo aquí recogiendo…”
- Se añadirían también esas conductas en las que no hay cortapisas a la hora de lanzar indirectas, de adoptar una actitud sarcástica, de evitar temas que no interesan, de sabotear planes con los que no se está de acuerdo, de decir que se va a hacer algo y no hacerlo o, lo que es peor, de “castigar” con el más absoluto de los silencios.
Quizá recuerden el obstruccionismo de Robert de Niro en la película “Los padres de ella”; o las actitudes victimistas de Audrey Christie como madre de Natalie Wood en “Esplendor en la hierba”; o la pasiva y gélida actitud de Paul Newman hacia Liz Taylor en “La gata sobre el tejado de zinc”. Quizá recuerden también las nada positivas consecuencias de estas conductas.
Es por eso que, si descubren que suelen funcionar así, intenten hacer algo, no olviden que son reacciones que pueden cambiarse, ser así no está en la genética. Por eso conviene detectarlas, para poder sustituirlas por conductas más asertivas. Poco a poco, con esfuerzo y motivación, como se suelen modificar los hábitos.
Y si hay personas así en su entorno, tengan presente que no las van a cambiar con sus argumentos. Solo queda hacerles frente de la forma que vayan viendo que funciona. A veces, vendrá bien no entrar en su juego, ignorar sus conductas, sus manifestaciones verbales y no verbales, utilizar con ellas la tradicional técnica de extinción; otras veces resultará útil dejar de disculparse y poner límites; en último término, si nada de lo anterior funciona, será mejor tener el mínimo contacto, distanciarse en la medida de lo posible.
Tienen en sus manos la responsabilidad de protegerse y cuidarse.

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