El síndrome de la cara vacía, el síndrome de la cabaña, el síndrome del domingo por la tarde, el síndrome del lunes por la mañana, el síndrome postvacacional, el síndrome del cambio de hora, el síndrome del nido vacío, el síndrome del pensamiento acelerado…
Seguro que han oído ustedes hablar de ellos.
Llevamos siglos y siglos de investigación para mejorar la salud intentando crear un muro salvador frente a la enfermedad y el sufrimiento. Vivimos supuestamente en la sociedad del bienestar y disponemos de más tratamientos que nunca en la historia de la humanidad. Sin embargo, en cuanto a salud mental, no acabamos de atinar, pasamos del ninguneo a la proliferación de síndromes de dudoso fundamento.

Nos ha dado ahora por convertir en patologías los humanos y naturales miedos ante situaciones a las que, como condición inherente a la vida, nos tenemos que adaptar, agrandando, así, el impacto y la repercusión que tienen en la población en general y en cada persona en particular.
Parece no importar que estos síndromes no estén recogidos en ninguno de los manuales de clasificación diagnóstica existentes en psicopatología. Tampoco parece cuestionarse que algunos, como el síndrome postvacacional, supongan directamente un insulto a quienes ni tienen vacaciones o a quienes ni tan siquiera tienen empleo. En realidad, da la sensación de que no tenemos ningún reparo en hablar de estos síndromes como enfermedades para las cuales necesitamos tratarnos. El hecho de que el último informe de la Junta de Fiscalización de Estupefacientes nos revele que España encabeza el consumo mundial – repito, mundial – de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes debería hacernos reflexionar.
Aún hay más: la tendencia social a denominar bipolar a quien tiene cambios en el estado de ánimo, depresión al bajón que a veces nos invade, hiperactivo al niño con vitalidad o fobia social a una timidez manifiesta, no solo es incorrecto e inadecuado, sino que nos conduce a no dar la importancia debida a los problemas mentales, contribuyendo a su estigmatización y a la incomprensión general de quienes de verdad los padezcan.
Al final, en vez de generar un papel más activo y responsable ante los problemas de la vida, solo conseguimos banalizar nuestra salud mental convirtiendo en trastornos lo que son naturales y adaptativas emociones, lo que son naturales y adaptativos procesos.
Llámenme tiquismiquis, pero de no hacer cambios en esta tendencia, me da a mí que no quedaremos nadie sin síndrome que tratar. Probablemente acabemos padeciendo más, muchos más. Imaginen: el síndrome del me quedo sin ello (cuando se agota justo lo que queríamos comprar), el síndrome del semáforo puñetero (cuando se pone en rojo en el preciso momento en el que vamos a pasar) o el síndrome del “cuñadismo” (cuando nos exponemos a gente que opina de todo en redes sociales y demás medios).
En fin, añadan el síndrome que les parezca…
Más de acuerdo imposible. Y así nos convertimos en personas incapacitadas para enfrentarnos a las adversidades de la vida.
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Pues así es, cada vez seremos menos resilientes ante las circunstancias naturales de la vida… Me alegro mucho de saludarte. Un enorme abrazo, querida Elma.
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